La comunicación imposible

Intentos y otros

27 abril, 2007

José Watanabe

En 1999 estaba profundamente enamorado de una nikkei peruana. De esa manera dispuse mi espíritu para conocer, con genuino entusiasmo, todo lo que pudiera sobre literatura japonesa. Así encontré a Basho, Issa, Buson, Shiki entre otros grandes representantes haijin del arte contemplativo de la poesía. Con esa actitud, mi padre me recomendó leer a un poeta peruano que, guardando las diferencias culturales, respetaba muy bien el sentido de la poesía japonesa. Entonces comencé a leer a José Watanabe, con verdadero fuego en mi corazón.
Muchas veces confundí mi admiración por su poesía con el amor absoluto a mi mujer de entonces; luego ambos sentimientos se fusionaron con el nacimiento de mi hijo, Mitsuya Nicolás (producto del amor y la lectura de haikus con cenizas de osenko) quien guarda en su sangre la herencia okinawense.
Con Watanabe solo pude hablar dos veces, entrevistas muy plácidas y maravillosas. Él me convenció que dejara de practicar el haibum y el haiku, y que me olvidara definitivamente del waka, en fin. Me dijo: “el haiku es antimetafórico y nosotros, occidentales, no podemos dejar de pensar metafóricamente”. Solo pude responderle con silencio.
Antes de acabar nuestra última conversación me recomendó que leyera a otros poetas contemplativos que, lejos de la cultura japonesa, también podían embriagar con los mismos efectos. Me deletreó el nombre de un poeta norteamericano, de origen alemán, que debía buscar: Roethke. “El tiene un poema que traducido al castellano se llama La garza, que es la versión en varios versos del poema de Basho del estanque antiguo”, sentenció. Aquí lo transcribo:

LA GARZA (THEODORE ROETHKE)

La garza está en el agua donde el pantano
oscurecióse hasta la negrura de un charco,
o en equilibrio con la pata en un montón
de juncos acumulados sobre una cueva de nutria.
Anda por el vado con curiosa gracia.
Los grandes pies rompen las arrugas de la arena,
el sagaz ojo sorprende el refugio del pez.
Su pico es más veloz que una mano humana.
Engulle una rana con su boca huesuda,
luego dirige su pesado pico hacia el bosque.
Las amplias alas baten sólo una vez para elevarla
donde ella se erguía una única onda se inicia.


Le debo muchísimo al poeta de Laredo. Mi corazón todavía palpita recordándolo.
Durante su velatorio encendí dos varillas de osenko al lado de su féretro (uno por mí y otro por mi hijo) reverenciando muchas veces, agradeciéndole toda la poesía que me inclinó a escribir, que escribiré toda mi vida.
Lo voy a extrañar muchísimo maestro,
domo arigato gozaimasu.

Descanse en paz.

26 de abril de 2007

20 abril, 2007

T/s

cualquier cuerpo es bueno para el amor
no importa el clima o la geografía
todo puede ser cómodo lecho
para ahogar el grito humano
dentro de la carne
y reirse cara a cara
(tardamente y en silencio)

D.A.S.B.

13 abril, 2007

Fayad Jamís

El ahorcado del café Bonaparte
a Pablo Armando Fernández
Para no conocer los abismos del humo
para no tragarse los periódicos de la tarde
para no usar unos espejuelos cubiertos de sangre o telaraña
tomándose una taza de café no oyendo el tocadiscos
sino el ruido de la pobre llovizna
El que estaba sentado en un rincón lejos de los relámpagos
lejos de los leones morados de todas las guerras
hizo un cordón con una hoja de papel
en la que estaban escritos el nombre del Papa el nombre del Presidente
y otros dos mil Nombres Ilustres
y a la vista de todos los presentes
se colgó del sombrerero que brillaba sobre su cabeza
El patrón del café salió bajo su capa negra en busca de un policía
Armstrong cantaba sin cesar la luna había aparecido
como una gata furiosa en un tejado
Tres borrachos daban puñetazos en el mostrador
y el ahorcado después de mecerse dulcemente durante un cuarto de hora
con su voz muy lejana
comenzó a pronunciar un hermoso discurso:
Maintenant je suis pendu dans le Bona
La lluvia es el cuarzo de mi miseria
Los políticos roen mi bastón
Si no me hubiera ahorcado moriría
de esa extraña enfermedad
que sufren los que no comen
En mis bolsillos traigo cartas estrujadas
que me escribí yo mismo
para engañar mi soledad
Mi garganta estaba llena de silencio
ahora está llena de muerte”

“Estoy enamorado de la mujer que guarda las llaves de la noche
Ella se ha mirado en mis ojos sin saber quién he sido
Ahora lo sabrá leyendo mi historia de hollín en los periódicos
Sabrá que me llamaba Louis Krizek
ciudadano del corazón de los hombres libres
heredero de la ceniza del amanecer
He vivido como un fantasma
entre fantasmas que viven como hombres
He vivido sin odio y sin mentira
en un mundo de jueces y de sombras
La tierra en que nací no era mía
y tampoco el aire en que reposo
Tan sólo he poseído la libertad
es decir el derecho a sufrir a errar
a ser este cuerpo frío
colgado como un fruto
entre los que cantan y ríen
entre una playa de cerveza
y un templo edificado para adorar el miedo
La mujer que guarda las llaves de la noche
sabrá que me llamaba Louis Krizek
Y que cojeaba un poco y que la amaba
Sabrá que ahora no estoy solo que conmigo
va a desaparecer un viejo mundo
definitivamente borrado por el alba
Así como la niebla a veces aplasta
las flores del cerezo
la muerte ha aplastado mi voz”

Cuando el patrón volvió con un policía de lata y azufre
el ahorcado del café Bonaparte
ya no era más el humo tembloroso de un cigarro
bajo el sombrero
sobre una taza con restos de café
(La pedrada)
Fayad Jamís. Zacatecas, México,1930 - La Habana, Cuba, 1988. Fayad era poeta, pintor y discreto conversador (mago de las tintas y las palabras, cultor del poema gráfico y maestro de La Revolución Cubana) y murió hace diecinueve años a consecuencia del fuerte golpear de las olas contra el Malecón de La Habana. Tiene entre sus principales publicaciones: La pedrada (Letras cubanas, 1962), Los puentes (Fundación de la imprenta nacional de Cuba, 1962) y Abrí la verja de hierro (Unión de Escritores y Artistas de Cuba, 1973).
La nostalgia me lleva a decir que es mi abuelo simbólico, mi “grand father” perdido en el inmenso cielo del caribe. Soy heredero de la ceniza del amanecer.

Memoria de Fayad Jamís

Por: Enrique Sánchez Hernani
La primera exaltación que sufrí cuando me atreví a dar mi primera caminata por las calles de La Habana, en julio de 1985, fue ese extraño color amarillo de Nápoles que el cielo dispendiaba sobre su pacífico malecón apenas ingresaba la tarde. Un mar extraordinariamente azul, y transparente hasta la admiración, lamía con paciencia la ribera de arena blanquísima. Algunas muchachas hacían sonar sus pláticas de adolescencia como maracas vistosas aunque sencillas. La tarde se cargaba de un fuerte perfume a mar. Todo este paisaje me preparó para uno de los propósitos con los cuales había viajado a la isla: conocer al poeta Fayad Jamís, autor de algunos de los más notable versos escritos luego de la década del '50: «Auschwitz no fue el jardín de mi infancia. Yo crecí / entre bestias y yerbas, y en mi casa / la pobreza encendía su candil en las noches».
En Lima, por entonces, y pese a la innegable celebridad de que era merecedora la poesía cubana, poco se conocía de sus poetas que no fuese más allá de leidísimas antologías. En la década del '70, quienes por entonces paseábamos con cierta soberbia el emblema de la poesía joven, nos dedicamos a una caza singular: la consecución de libros personales de los poetas cubanos. Fue así, y con bastante fortuna, que me topé en una feria de libros con un volumen deslumbrante: «Abrí la verja de hierro» en edición cubana, escrito, dibujado y diagramado íntegramente por su autor: Fayad Jamís.
Aunque por entonces mi ávara colección de libros de poesía tenía algunos otros títulos cubanos, éste fue el libro que más leí. Fuertemente impresionado, sometí la poesía de Fayad a reiteradas lecturas y algunas experiencias que hoy me parecen sinceramente alucinantes. Uno de los poemas del libro, «Retrato de una mujer y versiones sobre su (hipotético) asesinato», trata de una muchacha, Mariannik (que después me enteré era el nombre de una vieja novia de Fayad), que a pesar de su candor trabajaba en un bayú, como se le decía en Cuba a los burdeles. El poema me estremeció y, para probar que su eficacia estética iba más allá del público habituado a la poesía, fui con él bajo el brazo a un bulín, como en el Perú se le llama a los burdeles.
La cortesana que aquella noche me recibió en su habitación vio con sorpresa como un muchacho se dedicó a leerle un largo poema en vez de dar rápido trámite al comercio carnal. «Sí, está bonito», me respondió cuando le pregunté qué le había parecido el poema de Fayad, «pero -quiso saber- ¿quién es ese que le hace poemas a las putas?». Observé su asombro tras su semidesnudez y su maquillaje ajado de flor oscura y nocturna. No, no se debía parecer a Mariannik. Sin saber qué retrucarle, salí de su habitación esperando que la magia de la poesía pudiese dar su propia respuesta.
Cuando por fin conocí a Fayad en La Habana, no le conté este episodio de auténtica emoción surrealista. No sé si porque me faltó tiempo o porque me atemorizó la probabilidad de que lo desaprobara. Frecuenté su departamento en un cuarto piso de un soleado edificio habanero del barrio de Vedado varias de esas tardes apacibles. Por cinco y hasta seis horas hablábamos de poesía, de música cubana -otra de mis debilidades-, de los lugares y las cosas que había visto en México y París, de las claves de algunos de sus poemas, sorprendido de que los conociese. Para entonces también había leído «La pedrada», otro de sus libros.
Con amabilidad que agradezco aún ahora, me mostró sus dibujos, sus tintas, algunos escritos que acababa de empezar, aquellos tomos de papel blanco empastado en cuero que utilizaba para anotar poemas y realizar dibujos, sus sobres de carta a los cuales había usado como lienzos para dibujar sobre ellos y con infinita paciencia recordaba anécdotas de Beny Moré que yo le urgía a narrar. En esas tardes habaneras, naturalmente, brotó el sol de nuestra amistad. Me confesó que casi no salía a la calle, que un sobrino suyo le llevaba café y algunos bocadillos, y que sigilosa y oportunamente, algunas amigas lo visitaban de vez en cuando. El resto del tiempo, todo el tiempo, Fayad lo usaba para escribir, dibujar o pintar.
En La Habana, el poeta había convertido su departamento en un recinto de generoso dispendio de su talento. Sobre una mesa larga que dominaba una de las habitaciones, tenía instalada una antigua máquina de escribir con un papel apresado en el rodillo y a un costado libros abiertos, papeles, diccionarios. Más allá estaban extendidas hojas de papel grueso, tintas, plumillas. A un lado de la mesa un caballete sostenía un lienzo que Fayad había comenzado a trabajar. Para el poeta, eso me pareció, el trabajo era una inaplazable manía.
Su genio no sólo se había encarnado en «Abrí la verja de hierro» (donde figuran algunos poemas memorables: «Auschwitz no fue el jardín de mi infancia», «12 y 23» y aquel sobre Mariannik) sino también en «Los puentes», donde se lucían poemas espléndidos: «El ahorcado del café Bonaparte», «Vagabundo del alba» o «Por una bufanda perdida». Esos libros eran la muestra depurada y maravillosa de un estilo que dominó la poesía latinoamericana entre el '60 y el '70: el coloquialismo, aunque recuerdo que a Fayad no le era amable el término.
Su primer libro, «Los párpados y el polvo», lo había publicado a los 24 años, donde la principal influencia era de la célebre revista «Orígenes», que dirigía ese monarca voluminoso y genial llamado José Lezama Lima. «Los puentes», que publicó luego en 1962, sirvió para instalarlo con justeza entre los mejores poetas de habla castellana; según la mayoría de sus críticos, éste es su libro cumbre aunque Fayad prefería «Abrí la verja de hierro», editado en 1973.
Publicaba poco si es que notamos su dedicación casi absoluta a la creación (siete libros hasta sus muerte, ocurrida en noviembre de 1988), pero algo de tiempo le robarían los largos años dedicados a la diplomacia en México, que lo habían dejado extenuado, según me confesó. «Ahora quiero ser solamente poeta», señalaba. Sin embargo, por su justa celebridad en Cuba, no podía deshacerse de ciertos compromisos, como los de integrar jurados de concursos literarios, que él sobrellevaba casi hasta con alegría. «A todos les pongo observaciones en los márgenes, para que vean que sí se les ha leído atentamente», me contaba. Varias vocaciones deben haberse salvado por ese generoso gesto suyo.
El día que me despedí de él en La Habana, una brisa estival recorría la tarde como una duna de arena húmeda, que perezosamente se acercaba hasta el balcón de su departamento donde conversábamos. Abajo, como el vestido de fiesta de una muchacha disipada, brillaban los primeros candiles de la noche habanera. Fayad me puso una mano en el hombro y me llevó hasta la balaustrada. Un incendio de sombras se abatía sobre los muros amarillos de las casas soleadas durante el día.
--Así es como quiero que recuerdes a La Habana cuando estés en Lima-- me señaló. La ciudad empezaba a parpadear.
Así lo hice, hasta que en 1986 nos volvimos a ver, esta vez en Lima, ciudad que el poeta visitaba por primera vez aunque en «Vagabundo del alba» había una mención al Perú. Desde el primer día de su estadía nos frecuentamos, casi todo el tiempo por cerca de tres semanas, hasta que prácticamente dejé de trabajar con el fin de atender, de muy buena gana, su formidable cariño. El tiempo que compartimos lo dedicamos a pasear por Lima, a sentarnos en algunos de sus macilentos cafés para continuar nuestra interrumpida conversación sobre poetas y poesía, a buscar tintas, papeles de texturas especiales, pinceles, plumas y artesanías, por las cuales sentía una verdadera pasión (yo ya había visto en La Habana su colección mexicana) y de las que era conocedor.
Tácitamente declaramos la libertad del tiempo. Nos deteníamos horas en los kioskos de periódicos, a comentar los increíbles titulares de la prensa sensacionalista, que Fayad compraba y recortaba con la esperanza de usarlos en unos poemas que planeaba escribir. Cierta vez, al oír una melodía que yo identifiqué como una guaracha cubana, nos detuvimos a discutir, sin prisa y con pausa, como si en ese detalle se nos fuese la vida, quién sería su intérprete y si era o no cubana. Como después de más de media hora de derramar nuestra sapiencia en plena calle (varias gentes nos miraban ya perplejas) no pudimos ponernos de acuerdo, subimos al balcón desde donde había provenido la música a dirimir el debate. La dependiente de una casa de ventas de discos nos indicó con la mano una fila de casi dos metros de discos puestos de canto. La búsqueda fue poco menos que imposible. Después de una pesquisa que se prolongó por casi dos horas («Mira qué disco más raro es este, seguro que su historia es...», «¡Ah! Yo escuché esta versión en México. Fue cuando...»), salimos sin hallar la grabación. «No era cubano», se aprovechó Fayad para sentenciar mientras bajábamos las escaleras. Quizá.
Antes de regresar a Cuba, la embajada cubana en Lima le ofreció una cena donde concurrimos algunos poetas peruanos. Luego de la comida, y cuidando que los demás no nos fuesen a pillar, me entregó una cartulina enrollada, envuelta en papel periódico. Era un dibujo con témpera y tinta que había hecho en Lima.
--No creas que porque estoy de visita he dejado de trabajar-- me dijo ante mi asombro. Puesto que nos veíamos a diario, nunca supe a qué hora podía haber hecho ese dibujo.
Antes de irse prometió volver a Lima, para exponer sus sobres dibujados que ya había exhibido en La Habana bajo el nombre de «Fayad Jamís sí tiene quién le escriba». No cumplió, no pudo. Se lo impidió el cáncer, que como una zarpa oscura le rompió el corazón, aunque inútilmente: vuelvo a ver la ciudad que el poeta me mostró desde su balcón, leo nuevamente sus poemas impecables, oigo su voz en el disco que grabó en México donde leía algunos de sus textos más notables. Entonces siento que Fayad algún día volverá y soy yo al que se le desgarra el corazón bajo el menudo y afilado estilete del dolor.

11 abril, 2007

Jorge Enrique Adoum

las vidas comunicantes

fue a trabajar con sabor a malanoche
el jefe lo trató como a comunista y negro
se comió un sandwich de jamón flaquísimo
volvió a la oficina cárcel o perrera
hablabló de qué para qué con quiénes
escribió las mismas cartas de ayer para algún día
fue al banco a mendigar un saco dos meses medicinas
lo maltrataron en los transportes públicos
y avanzó a pie bajo la lluvia espesa
pero ella lo llamó en la noche y le leyó lo escrito
"fue al trabajo maltrabajado por la malanoche
recibió en la cara jazos de su jefe
se comió un sandwich de huecos y vacío
volvió buey involuntario al materreses
habló de todo y nada con uno y con ninguno
escribió cartas de otro para otros otros
en el banco lo trataron como al tercer mundo
en los transportes públicos nadie habla con alguien
cruzó esta noche la vida bajo la lluvia llena
y preparó la fiesta de la carne doble
(esto es también autentiúnica dura verdad de poesía)"
entonces él supo que siempre había sido
un pocoautor de todos sus poemas.

*

hizo la cama que revolvió la noche
lavó las tazas del desayuno flaco
pasó el aspirador de un trapo por la casa
lavó la camisa las medias los pañuelos
preparó el almuerzo para sobremorir la tarde
lavó los platos los cubiertos inservibles
cosió botones en los pantalones lánguidos
hizo tiempo para hacer compras para hacer comida
y lavó las cacerolas de lo ya vivido
pero él la llamó en la noche y l leyó lo escrito
"rehizo la cama que deshizo la noche
lavó en las tazas los sorbos los bostezos
aspiró el polvo de las cosas de la casa
lavó el olor de ambosdós pegado a su camisa
¿fue reina una mañana siquiera en la cocina?
prolongó en la mesa los plazos cotidianos
lavó en las cacerolas los restos de futuro
le puso unos botones a falta de monedas
fue a la carnicería iglesia limpia
y preparó la doble fiesta de la carne
(esto es también únicauténtica verdadura de poesía)"
entonces ella supo que siempre había sido
un pocoautora de todos sus poemas.
(Prepoemas en postespañol)
Jorge Enrique Adoum. Ambato, Ecuador, 1926. Personalidad ecuatoriana, viejo sabio de la palabra latinoamericana y patriarca de la poesía en el mundo. Con más de una veintena de libros publicados, solo puedo mencionar, con humilde ojo de lector, Ecuador amargo (Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1949), Yo me fui con tu nombre por la tierra (edición clandestina, 1964), No son todos los que están (Seix Barral, 1979) y El amor desenterrado y otros poemas (El Conejo, 1993). Diferencias espaciales y geográficas me impiden tener mayores visos del poeta "secretario de Neruda" (quien aseguró que Ecuador tenía al mejor poeta de América Latina, refiriéndose a Adoum, que apenas tenía 26 años).
Sólo me queda decir: a mi me hubiera gustado escribir este poema.

08 abril, 2007

Juan Bullitta

Av. Salaverry
(todas las cuadras)

desdoblando a cada paso
la avenida
has ido creciendo entre los árboles.

te he estado soñando en el camino
frente a los rostros de ladrillo y maderas de las residencias
viejas portadas para el dulce hogar de los burgueses
cofres de cachivaches y mucamas.

has venido conmigo al lado
furtivamente,
juntos hemos agradecido al jardinero el pasto mojado
a la próspera municipalidad las calles limpias.

tengo que caminar para encontrarte
caminar como un río arrecho al cauce
trotar mi desentonado cuerpo largamente.

he comenzado otra vez muchacho a andar
y no es cuestion de pararme a gritar te amo
porque no responderá la circunspecta avenida
ni los pórticos de arquitectura huachafa
ni la vajilla de plata
ni siquiera el más próximo a ti
un rubio escolar degradado el día de colegio sobre una bicicleta.

lamento ser yo quien te encuentra en la avenida
haciendo equilibrio en las líneas del alumbrado público
tendido en la selva del jardín con las hormigas
frenéticas de otoño;
lamento ser yo viéndote hacer el amor a las cuatro de la tarde
única guerra que se gana en campo de marte
lamento ser yo y no Neruda o Whitman.

extendiendo el metro de mis pasos
por un brazo del pulpo llego del mar al corazón morado,
y sólo entonces veo las cosas en su sitio
la colmena y sus avispas
y recuerdo que somos condenados
ambos
animales
a vivir entre muertos
asesinatos anónimos vulgares;
doblo mis pasos los encojo
me siento y escribo sin mucha convicción este poema.

(de Sitio)

Juan Bullitta Cámere. Lima, 1944 - Pisco, 1990. Fuera de este mundo por propia mano y en cuenta regresiva, sólo pudo escribir dos libros imprescindibles: Sitio (Cuadernos del Hipocampo, 1979) y Arreglo de cuentas (Lluvia Editores, 1990). En definitiva un avis rara de la poesía peruana.